Tags: Education ¿Qué tienen en común los nativos de Uganda, un decano de Harvard y la Fundació Jaume Bofill? Veamos: En 1982, tras un brote de ébola en Uganda, la OMS envió centenares de médicos. A las pocas semanas, los nativos constataron que los pueblos donde había más doctores, había más gente que moría. Dedujeron que los doctores traían la enfermedad y… los asesinaron.
En 1988 un decano de Harvard observó que los estudiantes que habían ido a clases particulares de SAT (exámenes de entrada parecidos a la selectividad), tenían peores notas que los que no lo habían hecho. Concluyó que las clases privadas eran perjudiciales y recomendó que no se utilizaran.
En 2008, la Fundació Jaume Bofill ha publicado un estudio que estima que las escuelas que agrupan a los niños por niveles (es decir, que enseñan a ritmos distintos a los estudiantes que mejor siguen las clases y a los que les cuesta más) obtienen peores notas medias que las que ponen a todos los niños en una misma clase. El informe recomienda que el gobierno impida la separación.
Estos tres ejemplos tienen una cosa en común: cometen el error estadístico elemental de confundir correlación y causalidad. Los doctores en Uganda no fueron repartidos al azar sino que se asignaron más doctores a los pueblos donde había más problemas. No eran los doctores los que causaban la infección, era la infección la que causaba la aparición de doctores. Los estudiantes de Harvard no utilizaban las clases particulares de forma aleatoria: los que tenían más dificultades tendían a utilizarlas más por lo que sus notas inferiores no indicaban que las clases particulares eran perjudiciales sino que tenían mayores dificultades.
Y las escuelas que deciden agrupar por niveles lo hacen porque tienen más problemas de adaptación, integración y educación de una parte de los estudiantes. No es que la agrupación cause peores resultados sino que los peores resultados causan la agrupación. Es más, los centros que no agrupan por niveles tienden a rebajar el listón para que los niños menos avanzados puedan seguir, y con ese listón inferior los estudiantes con más talento sacan mejores notas, cosa que hace subir el promedio en las escuelas que no separan. Pero esas notas superiores no deben ser confundidas con un mejor resultado sino con una menor exigencia.
Todos estos fallos hacen que el estudio de la Bofill sea fatalmente defectuoso y no aporte ninguna evidencia seria sobre si la agrupación por niveles no funciona. Para saber si funciona, el estudio debería tomar escuelas escogidas al azar que agrupasen a los estudiantes por niveles y, tras impartir las mismas clases con los mismos contenidos y exigencia, comparar todas sus notas con los de las escuelas que no agrupan. La clave es que la selección sea al azar (porque si se deja a los directores que elijan, lo que va a pasar es que las escuelas con más problemas van a decidir agrupar y eso va a sesgar los resultados) y que el nivel de exigencia sea idéntico.
Otra clave es que se analicen todas las notas y no sólo las notas medias. La no separación puede beneficiar a los estudiantes mediocres… pero perjudica a los que tienen más capacidad o más ganas de trabajar al impedirles desarrollar todo su potencial. Si a uno sólo le preocupan los estudiantes “malos” (como parece ser el caso de la Bofill), entonces uno aplaude su progreso e ignora el perjuicio causado a los demás. Pero ignorar a los mejores estudiantes es injusto, y lo irónico es que esa injusticia se comete con los estudiantes buenos y a la vez pobres ya que los ricos pueden pagarse escuelas privadas que agrupen por niveles. Es curioso: una vez más, la izquierda que dice defender a los pobres acaba creando un sistema que perjudica a… ¡los pobres!
Y no sólo la prohibición de agrupar por niveles es injusta sino que puede tener consecuencias negativas sobre la competitividad general de la economía y el progreso a largo plazo. Hace tiempo que nuestros líderes políticos nos dicen que para ser competitivos, se debe innovar e investigar. Eso está bien pero, ¿quién creen los señores ministros que va a ser el estudiante que, al final del ciclo educativo, va a innovar o investigar: el estudiante medio o el de más talento de la clase? Respuesta obvia. Pues si a ese estudiante más avanzado se le impide desarrollar toda su ingenio intelectual porque se le obliga a seguir el ritmo de los más lentos, ¿qué calidad investigadora e innovadora y qué competitividad piensan los ministros que vamos a tener? Si mañana queremos científicos de primer nivel mundial, hoy debemos permitir que los chavales de más talento y con más ganas de estudiar tengan acceso a conocimientos más avanzados y a clases que reten las fronteras de su intelecto. ¿No ponemos a nuestros mejores deportistas en centros de alto rendimiento? ¿Pues por qué no hacemos lo mismo con nuestros mejores estudiantes? ¿O es que, para los señores ministros, la ciencia y la innovación no son tan importantes como las medallas olímpicas?
El problema de fondo es que los políticos progresistas persiguen (y nos obligan a todos a perseguir) dos objetivos contradictorios: igualdad y universalidad en la educación. Eso es un problema porque la única manera de conseguir que todos los niños tengan educación secundaria y que todos sean iguales, es impedir que los buenos sobresalgan, obligándolos a convergir a la mediocridad. Puesto en términos matemáticos que todos los estudiantes y todos los ministros, buenos y malos, pueden entender: Universalidad+Igualdad =Mediocridad.
|