Tags: Capitalism | Freakonomics Imagínense que, a un empresario egoísta que sólo busca beneficios, se le aparecen unas trabajadoras ofreciendo la misma productividad que los empleados masculinos cobrando, eso sí, un 40% menos. Tentadora ganga, ¿no creen? De hecho, tan tentadora que si fuera cierto, otros empresarios competirían para contratarlas (cosa que, de paso, haría subir los salarios femeninos al alza hasta eliminar la diferencia del 40%.)
Según datos de la OCDE, la retribución media anual femenina de los países desarrollados es entre un 20% y un 50% inferior a la masculina. Algunos creen que esto demuestra la existencia de discriminación y algunos gobiernos incluso intentan corregir la situación obligando a las empresas a tener una cuota mínima de mujeres en los puestos de mayor responsabilidad y remuneración. El problema de identificar diferencias salariales medias (repito, medias) con discriminación es que éstas existen desde hace décadas, y si la productividad de la mujer es idéntica a la del hombre y su salario un 40% inferior, ¿por qué los empresarios no se han peleado por contratar trabajadoras? Una posible explicación es que los empresarios odian tanto a las mujeres que están dispuestos a perder dinero con el fin de no contratarlas si no es a un salario inferior. Puede ser. Pero otra explicación es que no es cierto que la productividad media masculina y femenina sean idénticas desde el punto de vista empresarial.
Numerosos estudios han intentado explicar por qué las mujeres tienden a cobrar menos en casi todos los países del mundo. Uno de los más recientes es el de O’Neill y O’Neill (del National Bureau of Economic Research). El estudio constata que, en Estados Unidos no sólo el salario por hora femenino es un 23,5% inferior al masculino, sino que el salario medio de los blancos es un 33,9% superior al de los negros. Los O’Neill demuestran que los afroamericanos cobran menos porque tienen mayor propensión a vivir en zonas rurales donde los salarios son más bajos (eso explica un 6,2% de la diferencia de 33,9%), tienen unos niveles de educación inferiores (lo explica otro 9,1%), obtienen notas inferiores en la escuela (un 12,4%) y tienen menos experiencia ya que se pasan más tiempo fuera del mercado laboral (lo que explica otro 5,3%). Tras tener en cuenta todos esos factores, resulta que blancos y negros cobran lo mismo.
A pesar de ser interesantes, estos factores no explican por qué los salarios medios femeninos son inferiores ya que las mujeres no tienen una mayor propensión a vivir en zonas rurales, ni tienen menos educación, ni sacan peores notas. Los O’Neill demuestran que uno de los elementos explicativos es que la mujer tiende a abandonar el mercado laboral temporalmente para tener y criar a sus hijos y eso reduce su experiencia. Si se tiene en cuenta esto, el diferencial baja de 23,5% a 12,1%. Otro factor es que las mujeres tienden a querer trabajos con más flexibilidad y con menos estrés (como trabajos a tiempo parcial o en ONGs) y eso reduce el diferencial hasta el 7,9%. El resto se podría atribuir a la discriminación… aunque también pueden existir elementos de difícil medición como la inferior “dedicación” –entendiendo por ello, el no querer quedarse en la empresa hasta altas horas de la madrugada porque hay que cuidar a los niños, la menor disponibilidad a la hora de viajar, etc.
El estudio de los O’Neill apunta a que la verdadera diferencia entre hombres y mujeres proviene del distinto papel juegan dentro de la familia: por alguna razón, son muchas más las familias que deciden que será la mujer la que irá a buscar a los niños al colegio (y por tanto, la que tendrá menos flexibilidad en su trabajo), la que renunciará a empleos que conlleven viajes o largas horas o la que abandonará el mercado laboral durante meses cuando se tienen hijos. Y como la dedicación y la flexibilidad son características que se valoran económicamente, quien las acepta (y en este caso tiende a ser el hombre), acaba cobrando más. Corroborando la hipótesis del rol familiar está el hecho de que mujeres solteras y sin hijos cobran lo mismo (de hecho, un poco más) que los hombres solteros y sin hijos.
La pregunta es si las cuotas que el gobierno intenta imponer a las empresas corrigen el supuesto problema. Y aquí pienso en mi sector: la universidad. Imagino a un profesor joven que ha trabajado día y noche durante años para publicar en las mejores revistas del mundo y, a la hora de decidir su promoción, se le niega la oportunidad y se escoge a una mujer que tiene menos publicaciones… pero que sirve para cubrir la “cuota” de catedráticas femeninas. Si esto pasara, sería una enorme injusticia ya que la beneficiada no obtendría la plaza por sus calificaciones sino por su sexo. Y eso sí que sería pura discriminación.
Si el problema es que el gobierno piensa que, cuando las familias actúan en libertad, tienden a tomar decisiones equivocadas (o “poco modernas”), entonces lo que hay que hacer es intentar convencer a los ciudadanos de las bondades de la alternativa. Eso sí, después de asegurarse de que todos tienen acceso a una buena educación que garantice la igualdad de oportunidades (cosa que, hoy en día, me parece que en España está más o menos conseguido) y de que, una vez garantizada, los mejores puestos van a las personas que más se los merecen, sean hombres o mujeres.
Lo que no parece apropiado es que cuando a los ministros no les gusten las decisiones que libremente toman las familias, intenten corregirlas a base de… introducir discriminación.
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