Tags: Freakonomics Hoy empezaré con tres confesiones: no fumo, me molesta que se fume a mi alrededor y me encanta vivir en una ciudad, New York, en la que puedo salir de noche y volver a mi casa sin que mi ropa apeste a humo. Dicho eso, pienso que la Ley Antitabaco recientemente aprobada por el Congreso de los Diputados representa una peligrosa limitación de nuestra libertad.
Un argumento utilizado a favor de la prohibición es que el tabaco mata a millones de ciudadanos. Eso es cierto, pero también lo es que millones mueren anualmente conduciendo, esquiando o nadando. A algunos incluso les fulmina un rayo mientras pasean por el campo. Todos ellos saben que el riesgo existe y, sin embargo, deciden voluntariamente seguir practicando esas actividades… y a nadie se le ocurre pedir al congreso que prohíba o limite el uso del automóvil, el esquí, la natación o los paseos por el campo.
Se nos señala también que los costes hospitalarios de los fumadores suponen una carga financiera para los demás. Este argumente carece de lógica económica porque si los consumidores de tabaco no fumaran, ¡también se morirían! Y yo me pregunto: ¿acaso no costaría dinero esa muerte? La pregunta es si los costes de tratar a los fumadores son mayores que los costes de “morirse por otras causas”. Sobre este tema hay diversos estudios (Manning en Estados Unidos, Raynauld y Vidal en Canadá, Rosa en Francia, entre otros) con resultados sorprendentes: perder la vida por culpa del humo tiende a ser más “barato” que morirse, más adelante, por otras razones. De hecho, una de las enfermedades más caras de tratar es el Alzheimer que en general no aqueja a los fumadores compulsivos porque, a la edad que éste tiende a aparecer, la mayoría ya han fallecido.
Si a eso le añadimos que los fumadores tienen una esperanza de vida de unos 65años (justo al llegar a la jubilación) y que, por lo tanto, acaban cobrando pocas pensiones a pesar de cotizar toda la vida, llegamos a la conclusión que los fumadores no sólo no son un coste financiero neto sino que son una “ganga” para los no fumadores. La absurda ironía es que, si los activistas aplicaran correctamente la lógica económica, no sólo no deberían pedir la prohibición del tabaco sino que ¡deberían incentivar su consumo!
El argumento más persuasivo a favor de la limitación del tabaco es el del fumador pasivo: uno debería ser libre de perjudicar su propia salud… pero no la de los demás. La pregunta es si es cierto que la salud del fumador ambiental está amenazada. No hace falta decir que demostrarlo es complicado, pero hay estudios sobre el tema. El más utilizado por los promotores de la censura es el de la Environmental Protection Agency (EPA) de los Estados Unidos: un meta-estudio que analiza 30 publicaciones previas. La EPA concluye que 24 no encuentran una relación entre ser fumador pasivo y tener cáncer de pulmón, pero las otras seis sí. El problema para los prohibicionistas es que el riesgo estimado por éstas es tan pequeño que cualquier epidemiológico imparcial diría que es producto de la omisión de otros factores o del azar.
En otro estudio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) escogió a 650 pacientes con cáncer de pulmón y 1542 individuos sanos y se miró cuantos de ellos habían vivido en ambiente fumador. Para su sorpresa, la probabilidad de ser fumadores pasivos era la misma para los dos grupos. La OMS intentó patéticamente esconder los resultados, pero éstos acabaron viendo la luz.
Uno de los pilares sobre los que se fundamenta la toxicología es que “la dosis hace el veneno”: incluso la leche puede ser tóxica si se toma en dosis extravagantes. En este sentido, un estudio del Dr. Keith Phillips de los Laboratorios Covance de EEUU colocó monitores en empleados de centros donde se fumaba abundantemente. La cantidad de humo recogida en un año por esos monitores fue tan pequeña que equivalía a fumarse seis cigarrillos por año. Para entendernos: para que esa dosis pudiera acabar produciendo cáncer en un fumador pasivo se necesitaría que éste se encerrara en una habitación de diez metros cuadrados sin ventilación… ¡rodeado de 300 señores que fumaran 62 paquetes (repito, paquetes) por hora (insisto, por hora) durante cuarenta años!
Resumiendo, ni parece que los fumadores comporten costes sanitarios excesivos (más bien al contrario), ni la evidencia presentada sobre la salud del fumador pasivo es convincente. El problema para los censores de humo es que, si los argumentos relacionados con los costes económicos o de salud de terceras personas desaparecen, sólo quedan argumentos del tipo: queremos limitar el tabaco porque el humo nos “molesta”. Digo que eso es un problema porque la frontera entre lo que “molesta” y lo que no, es peligrosamente arbitraria. Por ejemplo: ¿prohibiremos los perfumes si se pone de moda decir que nos “molestan”? ¿O pondremos en la cárcel a la gente que no se ducha si nos “molesta” el sudor? ¿Y si nos “molestan” los feos? ¿O los extranjeros? ¿O los judíos? ¿Dónde está la frontera de lo que es aceptable como “molestia”?
Yo, la verdad, no me fío de la capacidad de los políticos de poder demarcar racionalmente esa frontera, por más democráticamente que éstos hayan sido elegidos (recuerden que fue un gobierno elegido el que exterminó a seis millones de judíos, simplemente porque les “molestaban” en su afán de conseguir la pureza racial). Y como no me fío, cuando veo que los políticos tienen esa insaciable voracidad limitadora, pienso que deberían empezar por limitar… su propia capacidad de limitar nuestra libertad.
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