Tags: Capitalism | Europe | Freakonomics | International | United States Una de las más fascinantes historias de todos los tiempos es la mitológica guerra de Troya relatada en la Ilíada. Todo comenzó cuando Paris raptó a Elena, esposa del rey de Esparta. Bajo las órdenes de Agamenón y después de sitiar la ciudad de Troya durante nueve años, los griegos construyeron un gigantesco caballo de madera, presentándolo a los troyanos como regalo mientras simulaban su retirada. Pese a las advertencias de la profeta Casandra, los troyanos aceptaron el obsequio. Una vez dentro, salieron de su interior los soldados griegos que lograron abrir los portones y, con todas sus fuerzas reunidas, destruir y saquear la ciudad.
La magistral obra de Homero está de actualidad. Y no lo digo por la película de Brad Pitt. Lo digo (a riesgo de ser catalogado de Casandra), porque puede ser una premonición sobre el futuro de nuestro estado del bienestar. Me explico. Muchos son los que alaban la llegada masiva de inmigrantes, por muchas razones: por “solidaridad”, por “multiculturalidad”, porque “ellos hacen las tareas que nosotros no queremos hacer” o porque “con sus contribuciones van a pagar las pensiones de nuestros abuelos”, es decir “porque los necesitamos para salvar nuestro estado del bienestar”.
El tema de la inmigración requiere un debate mucho más profundo del que ofrece la corrección política superficial o la solidaridad mal entendida. Los inmigrantes no son banderas que nuestros intelectuales puedan ondear al viento en aras a la multiculturalidad, ni números fiscales para que nuestros ministros cuadren las cuentas de la seguridad social. Son personas. Personas que vienen a nuestro país a sobrevivir y que van a relacionarse con otras personas que, tras pagar impuestos durante décadas, tienen unos derechos adquiridos que no pueden ser arrebatados por irresponsables políticos disfrazados de solidarios del dinero ajeno. Y un debate serio requiere el análisis de cómo todas esas personas van a interaccionar dentro de nuestras fronteras.
Entre las muchas, muchísimas, consecuencias de la inmigración, hoy comentaré dos. Primera, por más que nos repitan la cantarela fiscal, la entrada masiva de ciudadanos pobres no va a solucionar el presupuesto de la seguridad social. Al contrario. Dado que el estado del bienestar debe redistribuir (es decir, debe dar más a los ciudadanos pobres de lo que éstos aportan), la llegada de trabajadores de rentas bajas no hará más que empeorar la situación. Es cierto que ahora que son jóvenes tributan positivamente. Pero también lo es que, a la larga, van a acabar sacando del sistema mucho más de lo que aportan (…a no ser que, el día que se retiren, no reconozcamos su derecho a cobrar la jubilación, cosa que sería vergonzoso e inmoral). La inmigración, pues, no sólo no va a salvar el sistema de pensiones sino que sólo va posponer a su quiebra… como si fuera un gran crédito bancario intergeneracional.
Segunda, el nacimiento del estado del bienestar se sustentó sobre las bases del “sentido de pertenencia a una comunidad”, de las “obligaciones mutuas entre ciudadanos” y de las “responsabilidades colectivas”. Esos sentimientos de colectividad tienden a debilitarse cuando la población se diversifica étnica, religiosa y culturalmente. En un interesante artículo llamado “Por qué los Estados Unidos no tienen un Estado del Bienestar Europeo?”, los profesores de Harvard Alberto Alesina, Ed Glaeser y Bruce Sacerdote, demuestran empíricamente que los países más heterogéneos religiosa, cultural y étnicamente, tienen estados del bienestar menos generosos. La razón es que la gente se identifica menos con ciudadanos “distintos” y, a la hora de votar, prefieren sistemas que no sean tan generosos con grupos que les son “extraños”. Noten ustedes que los estados del bienestar europeos se formaron cuando la población era muy homogénea. Pero esa homogeneidad se está perdiendo con la inmigración y, con ella, se diluye uno de los pilares sobre los que se construyó el sistema.
Un ejemplo: las minorías (digamos, los musulmanes en Europa) pueden pensar que los grupos dominantes no garantizan sus derechos y prefieran tener escuelas privadas que no impongan la laicidad o el cristianismo mayoritarios. Si es así, acabarán votando a favor de menos escuelas públicas. Otro ejemplo: las mayorías con cuyos impuestos se ha financiado sistema, recelan de los nuevos ciudadanos que, sin haber tributado, empiezan a disfrutar de los servicios públicos, a menudo congestionándolos. La consecuencia puede ser que acaben votando a favor de que “cada uno se pague lo suyo”. La diversidad que conlleva la inmigración, pues, acaba rompiendo los lazos de identidad común que sustentan el estado del bienestar. Y eso no son elucubraciones descabelladas. Ustedes mismos pueden escuchar con creciente y preocupante frecuencia frases xenófobas pronunciadas por conciudadanos nuestros sobre “esa gente que va al hospital sin haber contribuido nunca y que pone a nuestros familiares, que sí han pagado toda la vida, en listas de espera” o “esos inmigrantes que quitan a nuestros hijos los puestos en las escuelas concertadas”. ¡Cuidado que por ahí empieza la fractura social!
¡No! No digo que la inmigración sea perjudicial, ni valoro la forma de expresar nuestra solidaridad con los más desfavorecidos, ni siquiera opino sobre si el estado del bienestar es deseable. Lo que digo es que los que proponen la inmigración como la salvación del estado del bienestar parecen no darse cuenta de que ésta puede ser… su caballo de Troya.
|