Tags: Africa Octubre de 1347. Un barco de mercaderes italianos ancla en Sicilia procedente de China. Los marineros, enfermos, presentan manchas negras en la piel. Octubre de 1352, cinco años más tarde. La tercera parte de la población europea (25 millones de ciudadanos), han muerto por culpa de la peste negra, una plaga mortífera de la que Bocaccio decía que sus víctimas “almorzaban felices con sus amigos y cenaban con sus ancestros en el paraíso”.
Este episodio tiene el dudoso honor de ser la mayor catástrofe sanitaria de la historia, un récord que se puede ver pronto superado por la actual pandemia del SIDA en África. El SIDA mata a 3 millones de personas anualmente, infecta a 5 millones y ya ha dejado 15 millones de huérfanos en África. En países del sur como Botswana o Swazilandia, una tercera parte (¡tercera parte!) de los ciudadanos están infectados, la misma proporción que murió en Europa por culpa de la peste bubónica.
En medio de esta catástrofe, van los obispos católicos y dan las culpas a la industria farmacéutica por poner unos precios a los antirretrovirales que los africanos no pueden pagar (los antirretrovirales son medicamentos que no curan la SIDA, pero impiden que los infectados por el virus HIV desarrollen el SIDA y mueran). Con todo mi respeto (que es mucho) por los obispos: se equivocan. Se equivocan porque hace tiempo que los países pobres pueden producir o importar antirretrovirales genéricos y venderlos a precio de coste sin pagar royalties a las multinacionales. Se equivocan porque, hoy por hoy, la mejor manera de luchar contra el SIDA en África es la prevención. No esa prevención beata que propone la iglesia a través de la abstinencia sexual, no. Eso sólo funciona entre la gente pía, capaz de resistir las tentaciones del placer carnal. Para los normales, la mejor prevención es ese preservativo que la propia iglesia se obstina en satanizar. Y se equivocan, sobre todo, porque el problema no es que los antirretrovirales sean demasiado caros sino que son difíciles de administrar en África debido a la falta de hospitales, médicos y capacidad de distribución.
Por ejemplo, ¿sabían ustedes que la elefantiasis –esa dolencia que hincha las extremidades de los pacientes, haciendo que se asemejen a las de los elefantes- se cura tomando una pastilla cada seis meses? ¿Sabían, además, que esas pastillas son gratis? ¿Sabían, finalmente que, a pesar de ello, la elefantiasis se extiende por todo el continente africano? La razón es bien simple: la falta de medios hace que una gran parte de la población deba viajar durante días para encontrar un médico o un hospital. Y si África no puede hacer frente a una enfermedad que se cura con dos pastillas (gratis) al año, ¿cómo va a luchar contra el SIDA con unos antirretrovirales que requieren un intensísimo seguimiento semanal?
El problema del SIDA se soluciona actuando en cuatro frentes. Veamos. Primero, hay que incentivar a la industria farmacéutica para que invente una vacuna que se administre una sola vez y que, por lo tanto, sea de mucha más fácil distribución que los antirretrovirales. Los primeros pasos ya se han hecho con eso que reclamábamos desde estas mismas páginas hace ya cuatro años: el fondo Mundial de la SIDA. La idea es que, con el dinero del fondo se compren vacunas a precio de mercado (creando con ello los incentivos a hacer I+D) y se repartan luego por el continente africano. El fondo dispone ya de unos 4.000 millones de dólares, pero se necesita mucho más.
Segundo, debemos aumentar la “capacidad de distribución”. La vacuna no servirá de nada si no se puede administrar. Y, mientras no aparece ésta, debemos repartir condones (¡si!, señores obispos… condones) e información. Por ejemplo, se debe explicar que, digan lo que digan los brujos tribales, el SIDA no se cura violando a niñas vírgenes de 10 años. Para ello se requiere la colaboración de las instituciones que ya tienen “redes” formadas en África, entre las que destacan iglesias y multinacionales con implantación global como Coca-Cola o Motorola.
Tercero, debemos crear más “capacidad de atención”. Hacen falta hospitales y personal. En todo Mozambique, por ejemplo, hay sólo 400 médicos para atender 18 millones de ciudadanos. Hagan ustedes las matemáticas. A corto plazo, los países ricos pueden inducir a que algunos de sus doctores y enfermeras pasen temporadas en África a través de embajadas o ONGs como Médicos sin Fronteras. En este sentido, el ejemplo a seguir es la tan criticada Cuba, líder mundial en conseguir que sus médicos ayuden a otros países pobres. A medio y largo plazo, debemos fomentar la formación con becas que permitan a miles (repito, miles) de africanos venir a estudiar a hospitales y universidades europeas.
Y cuarto, es necesario que nuestros políticos entiendan el problema y se comprometan a aportar recursos. Para mantener su interés es imprescindible el clamor popular. Todos los ciudadanos con ganas de cambiar el mundo que tan masivamente se manifestaron contra la guerra de Irak o contra la globalización, deberían canalizar sus energías para conseguir que nuestros líderes no pongan, una vez más, el problema de África en el armario de los olvidos.
¡Si! Estamos ante la tragedia humana más grande de los últimos siete siglos. Una tragedia que se puede evitar si todos nosotros -gobiernos, iglesias, ONGs, multinacionales, filántropos y ciudadanos de todo tipo- actuamos a la par. Si no lo hacemos, la catástrofe será de proporciones bíblicas, tan horrenda que… no podemos fracasar.
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