“¡El problema es que usted no va al mercado! Si lo hiciera, se habría dado cuenta que desde que ha llegado el euro, las verduras han subido un 30%, por no hablar del café o del autobús”, me dijo irritada una señora por la calle el otro día. Y es que el día antes yo había aparecido en el programa Ágora del Canal 33 diciendo que la inflación en España durante el 2002 había sido “sólo” del 4% y eso, a muchos espectadores, les pareció descabellado. A pesar de que, cuando estoy en Catalunya, yo sí voy al mercado casi cada día, la reprimenda me confirmó que existe la sensación popular de que los comerciantes han aprovechado la confusión de la nueva moneda para subir los precios abusivamente.
A pesar de esa sensación, los datos oficiales dicen que la inflación en España fue del 4%. ¿Cómo es posible tanta discrepancia? Una posibilidad es que la gente se fije solamente en unos cuantos precios. Por ejemplo, el café en el bar de la esquina puede haber pasado de 100 pesetas a 1 euro (es decir, ha subido un 66%). Dado que el café se compra cada día, el ciudadano tiene la sensación de que todo ha sufrido una escalada similar cuando, en realidad, hay otros precios mucho más importantes que han subido mucho menos. Otra posibilidad es que las estadísticas oficiales estén manipuladas. Al fin y al cabo, el gobierno ya nos ha mentido repetidamente sobre temas tan variados como el Prestige, la carta de los obispos vascos, el número de personas que secundaron la huelga general y un largo y vergonzoso etcétera que hace que los ciudadanos tengamos que tomar cualquier información oficial con extrema precaución y escepticismo.
Pero, con aumento de precios o sin él, lo peor del euro no es la inflación que haya podido acarrear, sino tres aspectos mucho menos obvios. El primero es que el banco emisor de euros, el Banco Central Europeo (BCE), está maniatado a la hora de luchar contra las crisis económicas. Me explico. La Reserva Federal norteamericana (el banco emisor de dólares que gobierna Greenspan) debe velar a la vez por la inflación y por la tasa de crecimiento de la economía. En época de crisis, pues, baja los tipos de interés para facilitar el crédito, cosa que hace que la gente y las empresas pidan prestado para comprar coches, casas y bienes de inversión y acaba sacando a la economía de la recesión. Eso contrasta con la misión del BCE que, por ley, debe preocuparse única y exclusivamente de la inflación. Esa paranoia inflacionista hace que, si Alemania sufre una crisis que amenaza con afectar peligrosamente al resto del continente, el BCE no pueda bajar los tipos de interés como harían los norteamericanos. En este sentido, el BCE ha hecho que la recesión alemana del 2001 se haya contagiado a toda Europa durante el 2002.
El segundo problema de la Unión Monetaria es el Pacto de Estabilidad que no deja que los gobiernos mantengan un déficit por encima del 3% del PIB. Esa camisa de fuerza fiscal fue impuesta por Alemania para evitar que los países del sur de Europa se unieran al euro mientras fueran “fiscalmente irresponsables”. Curiosamente, ese pacto se ha vuelto ahora en contra de la propia Alemania y también ha contribuido negativamente a todo el continente. La razón es que, cuando una economía se encuentra en recesión, el gobierno ve como su recaudación baja (dado que la gente gana menos y paga menos impuestos) y el gasto público sube (el subsidio de paro aumenta al haber más parados). Es decir, la crisis hace que automáticamente aumente el déficit fiscal, quizá por encima del 3%. Si las autoridades europeas fuerzan la reducción de ese déficit, el gobierno se ve obligado a disminuir el gasto público o a aumentar los impuestos. Si baja el gasto público, se reduce la ocupación entre los que tenían que trabajar en los proyectos eliminados y la crisis se agrava. Si, por el contrario, sube los impuestos, la gente tiene menos para gastar justo cuando se necesita que aumente el consumo. El pacto de estabilidad, pues, contribuye a que una pequeña crisis se transforme en una prolongada y profunda recesión.
El tercer problema tiene que ver con la llegada de la deseada “paridad” (con d final) con el dólar. Políticos, expertos, tertulianos, periodistas, intelectuales y casi todos los que pudieron opinar, celebraron con deleite el hecho de que un euro, finalmente, valiera lo mismo que un dólar. Nuestra moneda, se dijo, ha llegado a la “madurez” y ha demostrado que puede “competir” con el billete verde norteamericano. Esa rústica sensación de victoria, sin embargo, era extraordinariamente falaz porque las monedas no compiten. Compiten los productores. Y al subir el precio del euro, también sube el precio de los productos que se compran con esa moneda. Es decir, cuando el euro sube y el dólar baja, nuestros productos se encarecen (y los americanos se abaratan) y eso perjudica a nuestras exportaciones. Esto es especialmente dañino en una época de crisis como la actual: lo que interesaría ahora es que Alemania exportara coches a Estados Unidos y Asia para generar más empleo y más demanda y para tirar de esa forma de toda la economía europea. Pero no. En lugar de eso, los norteamericanos nos cuelan un gol por la escuadra y abaratan el dólar para poder exportar más y salir de la crisis mientras nos hunden a nosotros en ella. Nosotros, mientras tanto, contentos con la “paridad” (ya pueden quitar la d). Y es que ya lo dice la sabiduría popular: “lo que importa no es el tamaño sino cómo la utiliza uno”. Pues eso. Con la moneda... también.
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