Tags: Catalunya El otro día tuve una brillante idea: le dije al decano de la facultad que dejaría mis clases a mitad de semestre y que un profesor ayudante me substituiría. ¿A qué no saben cómo reaccionó el muy desconsiderado?. Pues me dijo que eso era una falta de respeto hacia mis alumnos y una descortesía hacia la sociedad que confiaba en mí como educador. ¿Qué pasaría -me preguntó- si la presentadora se fuera a mitad del Telediario? Pues que se la castigaría por incumplimiento y nunca nadie volvería a contratarla. Lo mismo que si el bombero se fuera a mitad del incendio, el cirujano se fuera a mitad de la operación, el alcalde socialista se fuera a media legislatura, el cocinero se fuera ...
¡Ups, rebobinemos! ¿Alcalde socialista que se va a mitad de la legislatura? ¡No! ¡A ese no se le castiga! A ese se le aplaude, se le hacen enternecedores homenajes bañados de lágrimas, se le invita a programas televisión y se le alaba por tener “visión política”. ¿Por qué esa diferencia con el resto de los mortales? Pues no lo sé, aunque supongo que el aparato de propaganda del partido –tertulianos y periódicos afines incluidos- han vendido bien la ridícula idea de que la fuga del alcalde “beneficia al conjunto de la ciudadanía”. La verdad, sin embargo, es que la renuncia no se hace en pro de los ciudadanos sino para favorecer intereses particulares.
Y no me refiero a unos intereses razonables: yo entendería que se fueran porque quieren jubilarse y descansar después de veintitantos años mandando... y cobrando del erario municipal. ¡Pero no! Abandonan la alcaldía por dos razones mucho más maquiavélicas. Primera, para que su sucesor -nombrado a dedo, claro- se dé a conocer entre los votantes en un intento de darle ventaja en las siguientes elecciones y perpetuar así al partido en el poder. Digo maquiavélico porque, en realidad, eso no es más que la utilización del ayuntamiento y del dinero de los contribuyentes para hacer campaña electoral encubierta. Y eso es bastante feo. Segunda, y según confiesan ellos mismos, se van para ponerse en la cola de alguna de esas Conselleríes de la Generalitat que Maragall ya reparte antes de ganar las elecciones. Es decir, ¡buscan otros veintitantos años viviendo de un salario público!
Si, ya sé que con las reglas actuales, la defección de los alcaldes no es ilegal. Tienen todo el derecho a abandonar su poltrona. Ahora bien, nosotros también tenemos derecho a preguntar: si no les ha importado utilizar los ayuntamientos de forma partidista, ¿no es de esperar que hagan lo mismo con la Generalitat? Y si ya han incumplido una vez sus promesas electorales –entre las que implícitamente estaba la de acabar el mandato- en beneficio propio, ¿qué les va a impedir fugarse otra vez, si se presenta una tentadora oportunidad como podría ser,... ¡qué se yo!, un papel de actor principal en una película de Cicciolina?
Y si, también sé que, cuando Pasqual Maragall se fue a “meditar”, los votantes premiaron a su sucesor con la mayoría absoluta. Pero, si bien es cierto que lo que es bueno para el César, es bueno para Roma, lo que fue un éxito para Maragall no es necesariamente un éxito para Barcelona. De hecho, el actual mandato está siendo un desastre de dimensiones históricas. En pocos años se ha conseguido destruir la glamorosa Barcelona olímpica de 1992: pandillas de atracadores están convirtiendo la nuestra en una ciudad de lo más insegura, cuadrillas de limpiacristales extorsionan a los conductores bajo la amenaza de violencia ante la pasividad de la policía municipal, coches mal aparcados colapsan la circulación impunemente, las pintadas y la suciedad se expanden como un cáncer por las paredes y nos devuelven a los tiempos más grises de nuestra historia, los taxis desaparecen por las noches, plazas nuevas que se inundan con cuatro gotas de lluvia y la que Fira no levanta cabeza. ¿Y quién ha sido el jefe de consistorio durante este periodo de degradación? Pues quien sucedió a Maragall cuando éste dejó plantados a los barceloneses: Joan Clos. A don Pasqual y al partido les salió bien la jugada. Los ciudadanos están pagando la factura.
La pregunta es: ¿qué falla en el sistema para que haya tantas deserciones interesadas? Se me ocurren muchas cosas, pero subrayaré dos. Primero, en las elecciones no se vota al alcalde sino a unas listas de regidores que son los que luego escogen al alcalde. Si se eligiera a la persona directamente, le sería mucho más difícil “regalar” el ayuntamiento a sus amigos sin pasar antes por las urnas. Segundo, el sistema no impone un límite de mandatos. Es fácil “desperdiciar” dos años si se ha mandado durante 22. La tentación sería menor si sólo se pudiera gobernar un máximo de ocho años. Existen muchas razones para limitar los mandatos, tanto en los ayuntamientos como los otros estratos de la administración pública. El dificultar los recurrentes abusos de los alcaldes es una de ellas.
No sé si reformar la ley electoral es muy complicado. Supongo que sí. Pero a veces el ejemplo es más importante que la letra escrita. George Washington renunció a presentarse a las elecciones después de dos mandatos. Durante los siguientes 150 años, todos los presidentes norteamericanos hicieron lo mismo sin que ello fuera un requisito legal. En este sentido, si el presidente Aznar cumple su promesa y se retira al final de su de segunda legislatura, sentará un valioso ejemplo para sanear la democracia de todo el estado y para empezar a poner fin al peculiar fenómeno de los alcaldes desertores.
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