Tags: International | United States Nunca había oído el silencio de la muerte. Lo hice el otro día, en Manhattan.Era el 11 de septiembre. Hacía unas horas que las Torres Gemelas habían sucumbido ante la brutalidad de unos salvajes. Hacía unas horas que había corrido como un loco hacia el colegio de mi hija y que nos habíamos encerrado en casa. El ruido era ensordecedor. Se oían sirenas, explosiones, gritos y aviones militares por todas partes. Tuvimos miedo. Nos preguntábamos con cuántos amigos no volveríamos a hablar nunca más. Y, poco a poco, se hizo un silencio sepulcral. No se oía nada. Absolutamente nada. Era un silencio aterrador. Ocho millones de personas aturdidas, sin poder decir palabra, boquiabiertos, asombrados, rebobinando en sus mentes una y otra vez las imágenes del horror y de lo absurdo.
Muchas veces, antes de ir con mi hija al restaurante japonés del piso 107, nos estirábamos en los bancos que había debajo de las torres, mirando hacia el cielo, admirando encantados la belleza de uno de mayores monumentos que jamás ha construido el hombre. Desde el mismo banco, nos pasábamos horas observando a la gente de Manhattan: negros, blancos y amarillos, cristianos, musulmanes y budistas, americanos, europeos, africanos y asiáticos, todos conviviendo pacíficamente en una pequeña isla. Una sinfonía multicultural, multirracial y multiconfesional, como la que pocos lugares del planeta pueden ofrecer.
Por eso fue irónico descubrir que unos psicópatas escogieran, precisamente, las Torres Gemelas de la ciudad de New York como objetivo de su brutal atentado: la cara más fea, más destructiva y más intransigente de la humanidad atacando lo más bello, más creativo y más tolerante del ser humano. Lo peor y lo mejor del hombre chocaron frontalmente a las 8:48 de esa terrible, y a la vez bella, mañana del mes de septiembre.
Una hora después del primer impacto, lo mejor del hombre reaparecía en forma de pasajero del avión que se estrelló en Pittsburg: habiendo sido advertidos a través del móvil de lo que había sucedido en New York y en Washington, decidieron enfrentarse a los secuestradores y estrellar su avión, sacrificando así sus vidas para salvar la de los que estaban en el suelo. Pero lo peor de lo nuestro no tardó en retornar, y esta vez tomó forma de llamadas a la venganza y de condenas generalizadas a la comunidad musulmana. De momento solo eran palabras, pero eran tan amenazadoras que no hacían presagiar nada bueno.
Después vimos como docenas, cientos de policías y bomberos morían sepultados mientras intentaban salvar a unas víctimas a las que no conocían. Y vimos como los que no habían muerto, continuaban buscando entre unas ruinas que seguían haciendo peligrar sus propias vidas. La generosidad y solidaridad de aquellos hombres y mujeres eran otro recuerdo de la belleza que reside en nuestro interior. Belleza que volvió a verse empañada por las imágenes de docenas, cientos de hombres, mujeres y niños saltando, cantando y celebrando el sufrimiento y la muerte de los americanos.
Luego asistimos a las largas colas de ciudadanos neoyorquinos que esperaron más de siete horas para donar sangre, colas que demostraban que hay mucha gente que no duda en ser generosa cuando las circunstancias lo requieren. Pero pronto volvimos a ver el lado negro de nuestro ser cuando oímos que algunos morbosos, también neoyorquinos, se dedicaban a hacer crueles falsos avisos de bombas en diferentes edificios de la ciudad y a aterrorizar a los que nos encontramos atrapados en ella.
Y mientras todo eso sucedía, descubrí que centenares de compatriotas míos me enviaban mensajes desde Catalunya deseando que yo y los míos estuviéramos bien y dándonos apoyo moral. Muchos eran amigos y familiares. Pero la mayoría eran desconocidos que se preocupaban por el bienestar de los que nos encontrábamos aprisionados en el infierno. Me escribían a mí porque la mía era la única dirección electrónica de New York que tenían pero, en el fondo, le estaban enviando un mensaje a todos los que sufrían conmigo. Lamentablemente, también por internet me llegaba la radio y la prensa escrita de mi país y descubría, perplejo, como algunos pontífices de la opinión describían los hechos acaecidos como un “montaje mediático”. Miles de cuerpos se encontraban todavía sepultados bajo las ruinas (entre ellos, docenas de exestudiantes míos), cuando algunos intentaban justificar el horror diciendo que los americanos “se lo habían buscado” al haber “explotado a los países pobres con la globalización neoliberal” y con la “política exterior arrogante e aislacionista” de George W. Bush. Otros quitaban valor a las vidas de los “yanquis” argumentando que “muchos más africanos morían de hambre por culpa del neocolonialismo norteamericano”. Incluso algunos decían que toda esa catástrofe le iba muy bien al “complejo militar-industrial” porque engordaría el presupuesto de los departamentos de defensa e inteligencia. Aunque no lo decían claramente, se les notaba contentos: por fin alguien había atizado a esos “imperialistas”. Los intentos de justificar lo injustificable representan lo peor de nuestro ser, sobre todo cuando se hace desde la ceguera que produce el odio y, en este caso, el antiamericanismo
Las torres gemelas desaparecieron para siempre. Su belleza ya no volverá a brillar en la noche neoyorquina. Después del estruendo, un silencio sepulcral invadió la isla de Manhattan. Tuvimos miedo. Mucho miedo. En pocas horas, vimos la peor cara de la humanidad... pero también vimos la mejor.
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