Tags: Spain Me contaron el otro día la historia de un curioso matrimonio. El marido era un hombre bajito, con bigote y muy autoritario. La mujer había sido rebelde e independiente, pero los palos del marido la habían aplacado. Vivían con los hermanos de él. Ella hablaba dos idiomas: uno lo utilizaba para estar por casa y el otro para dirigirse al marido y a sus hermanos, todos ellos monolingües (decía él que, en la intimidad, también hablaba la lengua de ella, pero eso nunca se llegó a demostrar).
Históricamente, las decisiones familiares las había tomado unilateralmente el marido, que hacía y deshacía sin importarle demasiado la opinión de su esposa. Recientemente, adoptaron el sistema “democrático”, pero ella se veía sistemáticamente derrotada por los votos del esposo y sus hermanos.
A menudo la mujer era maltratada y humillada. Se dice que, en una ocasión quiso hacer deporte con una selección de amigos. El marido, que solía pontificar con un tono solemne, como si eso convirtiera las banalidades en principios filosóficos profundos, dijo que no porque eso aumentaría el número de selecciones. En otra ocasión expresó su deseo de traducir las películas de cine a su idioma, a lo que el esposo, mofándose, se negó a ayudarla por impráctico. ¡Incluso le cobraban peaje para entrar a su habitación!
Recientemente, observó que en Italia, las matrículas de los coches lucían el distintivo propio de la familia de la mujer. Ella quiso tener lo mismo y salió corriendo para pedírselo a su marido. Tuvo la mala suerte de encontrarle muy ocupado jugando a paddle: “¡comprenderás que ahora no puedo perder el tiempo hablando de chapas!”, respondió él con su tradicional tono despectivo y arrogante.
La economía familiar era un tanto curiosa. Ella tenía un rentable negocio y era la que más ganaba de la familia. A final de mes, hermanos y esposa debían entregar su dinero al marido y éste lo administraba. Una parte se gastaba en el mantenimiento de la casa y en la inversión de las infraestructuras familiares. El marido se quedaba otra parte, en concepto de gastos de administración, que utilizaba para ampliar su helipuerto y su colección de trajes de luces. Otra parte se usaba para mejorar las habitaciones y tierras de cada miembro de la familia y, lo que sobraba, se repartía entre todos. Dado que, quien parte y reparte se queda la mejor parte, el marido y los hermanos siempre obtenían más recursos que la esposa, a pesar de que ella era la que más contribuía. Y, si decía que ese déficit era injusto, le respondían que el discurso reivindicativo estaba pasado de moda y la llamaban egoísta, ladrona e insolidaria. “¡Tu negocio funciona solamente porque te permitimos vender en nuestros lucrativos mercados y ni siquiera nos das las gracias!”, exclamaban irritados. Luego escenificaban una votación para repartirse el dinero y (¿sorpresa?) la señora salía perdiendo.
Se dice que un día ella quiso poner unas escaleras de alta velocidad que fueran desde el centro de la casa a su habitación. Como estaba establecido, fue a mendigar al marido. Éste dijo que, a título excepcional, le daría el dinero pero que las escaleras solamente llegarían al pasillo. Cuando ella preguntó por qué, él utilizó una grosería que hacía alusión a la parte de la anatomía que más ostentan tanto toros como toreros. Ella intentó argumentar que el negocio funcionaría mejor si llegaran hasta la habitación y eso beneficiaria a la economía de toda la familia. “¡Que te calles!”, exclamó él irritado, “¡si quieres que lleguen hasta la habitación, te las pagas tu!”. Ella, confundida, contestó: “pero, ¿cómo quieres que lo pague yo, si te he dado todo mi dinero?”. El marido, sin argumentos, se fue enfadado a jugar a paddle.
En otra ocasión, uno de los hermanos decidió plantar sandías en una tierra desértica. Al ver que las sandías no crecían porque (¿quién lo hubiera dicho?) necesitaban agua, presentó su queja formal. Aunque lo sensato hubiera sido contestar: “¿A quien se le ha ocurrido la estupidez de plantar sandías en el desierto?”, el marido decidió embarcarse en una inversión faraónica para trasvasar agua de las tierras de la esposa a las del hermano. La señora apuntó que eso la iba a dejar a ella sin agua, a lo que él contestó: “Mira niña, mis hermanos y yo tenemos mayoría absoluta, a ver si lo entiendes. Si votas a favor del trasvase, te daremos un dinerillo para tus gastos. Si votas en contra, te quedas sin dinerillo y el trasvase se hace igual. Tu eliges”. La señora aceptó el chantaje a regañadientes.
El fin de la historia todavía no se conoce. Durante mucho tiempo, la pareja tuvo que soportarse, a pesar de la evidente falta de amor, porque el divorcio pacífico no estaba permitido. La esposa, que detesta el uso de la fuerza, no quería independizarse violentamente. Pero la era moderna hace que cada vez sea más fácil que una mujer abandone libremente a un hombre que la maltrata y la explota, sobre todo cuando ésta no depende económicamente de él (aunque el muy iluso esté convencido de lo contrario). El siglo XXI traerá el consenso entre los seres humanos de que las pertenencias y las fronteras las dibujan los ciudadanos con los votos y no como se ha hecho tradicionalmente, con la fuerza y con el derecho de conquista. Y si el marido quiere que la esposa se quede, deberá darle un mayor poder de decisión, deberá dejarla administrar su dinero y deberá aprender a tratarla con dignidad, respeto y justicia.
Dicen que al final de una fiesta, un invitado fue a despedirse de la señora y dijo: “Querría decirle adiós a su marido”. Parafraseando a Groucho, ella dijo: “Yo también”.
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