Tags: Capitalism Nuestra obsesión por el euro, el petróleo, la bolsa y la inflación han hecho que una de las noticias económicas más transcendentales del año haya pasado casi desapercibida. Se trata del acuerdo al que han llegado la compañía de internet Napster y la productora musical alemana Bertelsmann.
Napster fue fundada en 1999 por Shawn Fanning, un estudiante de Boston de 18 años que lucía una cabeza rapada cubierta con una gorra de béisbol (visera a la espalda) y que emulaba a sus ídolos raperos vistiendo tejanos grandes y camisetas anchas de hockey sobe hielo. A pesar de su apariencia poco intelectual, Fanning desarrolló un programa informático que permitía intercambiar ficheros musicales a través de internet. La cosa funciona más o menos así: uno va a www.napster.com, presiona un botón que descarga el programa Napster, y ya está listo para poder copiar los ficheros musicales de todos los internautas que hayan hecho lo mismo (y se calcula que hay unos 38 millones de personas en todo el mundo que lo han hecho). Uno puede buscar su autor o su canción favorita y copiarla en cuestión de segundos. Las canciones se pueden escuchar a través del ordenador o se pueden grabar en un disco compacto para escuchar en el discman o en el coche. Los usuarios que quieren, a su vez, ponen sus canciones para que el resto de la comunidad Napster las pueda copiar. En cuestión de horas uno puede construirse una musicoteca que costaría centenares de miles de pesetas si se comprara en la tienda tradicional. Y todo esto totalmente gratis.
Para comprobar la eficiencia del invento, el otro día decidí cronometrar el tiempo que tardaba en instalar el programa y encontrar un disco antiguo que me resultaría difícil de encontrar en una tienda tradicional. Fijé mi objetivo en el ya olvidado “Pavo Real” de José Luis Rodríguez “El Puma”. En menos de 3 minutos mi ordenador me devolvía a la adolescencia al entonar el “numerao, numerao, viva la numerasión... quien ha visto matrimonio...”. Me quedé impresionado.
Lógicamente, Napster desató las iras de las productoras musicales. Cinco de ellas, lideradas por la alemana Bertelsmann, llevaron a Fanning y a sus colegas a los tribunales de California, acusándole de violar sus derechos de propiedad intelectual. Napster se defendía diciendo que ellos no copiaban nada sino que se limitaban a ofrecer una tecnología y que no eran responsables de lo que los usuarios pudieran hacer con ella. En Julio, el juez dio la razón a las productoras y obligó a Napster a cerrar su negocio. Dos días después, el tribunal de apelaciones le daba la razón a Napster por lo que ésta siguió operando.
Esta semana, las dos compañías han llegado a un acuerdo amistoso: Napster se compromete a cobrar unas 1000 pesetas al mes a los usuarios que utilicen su programa de intercambio y a entregar el 75% del dinero a las distribuidoras tradicionales. A cambio, Bertelsmann retira la demanda judicial, intentará convencer a las otras cuatro demandantes que hagan lo mismo y hace una transferencia multimillonaria a Fanning (la cantidad no se ha hecho pública, aunque se sabe que incluye stock options de Bertlesman).
A pesar de su carácter folklórico, el juicio de Napster es de una transcendencia que va mucho más allá de lo meramente musical. En primer lugar, pone de manifiesto la importancia de mantener los derechos de propiedad intelectual. Si todo el mundo puede copiar una obra sin pagar derechos de autor, los incentivos que tienen los autores a crear se desvanecen. Y cuando esto pase, los escritores dejarán de escribir, los cantantes dejarán de cantar, los inventores dejarán de inventar y las consecuencias económicas, culturales y sociales de todo ello pueden ser, simplemente, devastadoras. Es cierto que siempre ha habido gente que ha grabado casettes, fotocopiado libros y copiado cintas de vídeo ilegalmente, pero el acceso a internet magnifica el problema ya que permite que se saquen no una o dos o diez copias, sino millones de copias de libros, música o vídeos a partir de un solo original.
En segundo lugar, el juicio pone de manifiesto que nuestro sistema legal, administrativo y político, no está evolucionando a la misma velocidad que la tecnología. La naturaleza descentralizada y supraestatal de Internet plantea unos problemas para los que nuestros legisladores, juristas y jueces no están preparados. Supongamos, por ejemplo, que los jueces californianos obligan a Napster a cerrar sus puertas. No hace falta decir que al cabo de unas horas aparecerá otro emprendedor que ofrecerá un producto parecido o idéntico y lo distribuirá desde la China, la Isla de Mauricio o el Atolón de La Vaca. Los usuarios de todo el mundo podrán acceder a esa página con la misma facilidad con la que se accede la de California y, al estar situada fuera de la jurisdicción norteamericana, poco podrán hacer las autoridades. La solución que están intentando los legisladores americanos es integrar los derechos de propiedad intelectual en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio. Pero incluso eso pueda resultar insuficiente si quedan “paraísos fiscales” que no se adhieren a las reglas internacionales. Quizá la única manera de combatir la piratería tecnológica sea la utilización de armas tecnológicas.
En tercer lugar, la fusión de Napster pone de relieve que, a menudo, las fuerzas del mercado son más poderosas que las fuerzas de la ley. La empresa Bertelsmann se ha dado cuenta que si considera a los 38 millones de usuarios de Napster como 38 millones de ladrones, tiene todas las de perder (¿cómo van a poner a tanta gente en la cárcel?). En cambio, si les considera como 38 millones de clientes, incluso puede acabar ganando dinero: con un margen de beneficio un poco menor pero con el mundo entero como clientela, el negocio puede ser gigantesco.
Sea como fuere, parece que, a partir de ahora, todos los ciudadanos del mundo, seamos abogados, políticos, economistas, artistas, escritores o jueces, deberemos bailar al ritmo de los intercambios musicales.
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