Tags: Crisis Decía John Maynard Keynes que, a menudo, las crisis económicas empiezan cuando a los ciudadanos de un país les invade una sensación de pesimismo. Sensación como la que parece estar invadiendo España y Europa en estas últimos meses.
A pesar de que los datos macroeconómicos siguen siendo buenos, existen tres factores que llevan a muchos a pensar que las cosas no van ya tan bien. El primero es la caída del euro. En principio, que la cotización del euro baje no es necesariamente malo. A pesar de que encarece las importaciones, una moneda débil también hace que nuestros productos sean más baratos, cosa que facilita las exportaciones y el crecimiento económico. ¿A qué viene, pues, tanta desilusión a raíz de la caída del euro? Creo que la explicación debe encontrarse en la falta de visión que demostraron tener nuestros políticos en 1998. Cuando se creó la moneda única, los líderes españoles y europeos sacaron pecho y nos anunciaron a bombo y platillo que eso nos serviría para plantar cara al monopolio financiero del dólar. El euro debía competir con la moneda americana por la supremacía mundial.
La realidad, sin embargo, es que ni las monedas compiten (compiten las empresas que venden productos), ni el euro fue creado para frenar la hegemonía del dólar. La moneda única se creó para reducir los costes de transacción y las incertidumbres cambiarias entre monedas europeas. El objetivo era facilitar las relaciones comerciales entre empresas de la comunidad y generar más comercio, más crecimiento y más puestos de trabajo. Bajo esta perspectiva, el euro está siendo un éxito y no un fracaso. Vistas las cotizaciones de los últimos meses, sería bueno que los gobernantes hicieran un ejercicio de pedagogía y explicaran a la ciudadanía para qué se creó y para qué no se creó la moneda única y que, si se abandonan los ejercicios de virilidad monetaria, el euro está funcionando muy bien y funcionará aún mejor cuando entre en circulación, sea cual sea su cotización.
El segundo factor que induce al pesimismo es que la inflación se acerca al 4%. Cualquier economista razonable sabe que una inflación del 3,6% (o del 4% o del 5%) no es necesariamente mala...ni siquiera cuando los precios de nuestros colegas europeos suben menos que los nuestros. Infinidad de países han vivido tasas de inflación muy superiores sin haber sufrido catástrofes económicas. ¿Por qué se reciben, pues, los datos del 3,6% con tanta consternación? Creo que la razón es que el gobierno español se ha obsesionado y nos ha obsesionado a todos con la cifra mágica del 2%. Por qué esa cifra es mejor que el 3% o el 4% es una cosa que ningún economista del mundo ha conseguido demostrar. Pero claro, si uno está paranoiado con un 2% y la inflación acaba siendo el doble, pues uno acaba hundiéndose en la depresión y el pesimismo.
El gobierno debería confesar que el absurdo objetivo del 2% es ya inalcanzable y debería explicar que una tasa inflación del 4% no es mala, sobre todo para una economía, como la española, que crece más que la europea. Es cierto que, si se revela que la inflación será del 4% (cosa que, por otra parte, todo el mundo sabe), las demandas salariales subirán en la misma proporción. Cuando eso suceda, será bueno que se concedan, porque los trabajadores no deben pagar ni las obsesiones ni las fracasos de la administración. Puede que, con eso, la credibilidad del gobierno en la lucha contra la inflación salga algo dañada. Pero sale mucho más dañada cada mes cuando, tras la publicación del IPC, el ministro anuncia con cara de circunstancias que se mantienen las expectativas del 2% dando la impresión de que, o nos intenta engañar o no sabe lo que hace.
La tercera fuente de noticias pesimistas es la constante subida de los precios de los carburantes. Hace unos meses, el gobierno dijo que solucionaría el problema forzando la competencia de las gasolineras y eso fracasó. Las contradicciones en el seno de la comisión europea contribuyeron y siguen contribuyendo a dar la impresión que nuestros líderes carecen de ideas y de soluciones. En el fondo de la cuestión está el hecho de que el estado se queda el 70% del precio de la gasolina. El gobierno ha tenido mucho tiempo para rebajar esos colosales y abusivos impuestos, pero su codicia recaudadora y su afán por no frustrar el otro gran objetivo macroeconómico (el déficit cero) le impidieron reaccionar a tiempo. Un antiguo filósofo indio dijo hace 2.500 años que el arte de recaudar impuestos debía ser parecido a como las abejas recogen el néctar: “un poquito de cada planta, para recolectar lo suficiente, pero sin dañar a ninguna flor”. Nuestros gobernantes parecen haber olvidado este principio fundamental de las finanzas públicas y han acabado dañando a las flores, que se han rebelado con paros, bloqueos de puertos, manifestaciones y caos circulatorios. Ahora ya es demasiado tarde y no se quiere ceder para no dar la impresión de estar capitulando al chantaje de los protestantes. Una vez más, la administración es responsable del pesimismo reinante por intentar engañarnos con una falsa inducción a la competencia que no ha funcionado y por no hacer nada por reducir su parte (el 70%) de un precio que cada día daña a más flores.
A pesar de todas estas percepciones negativas, la economía real sigue yendo muy bien. No estamos tanto en una situación de crisis como de sensación de crisis. Pero, como dijo Keynes, este creciente sentimiento pesimista puede acabar transformándose en una recesión en toda regla si no se hace algo. Las percepciones de la ciudadanía se pueden cambiar, pero requieren un ejercicio de humildad, de sinceridad y, sobre todo, de pedagogía por parte de quien nos gobierna.
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