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26 September 2009

10 Grandes Ideas (7): La Domesticacion de los Cielos (Isaac Newton)

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La pregunta que más comúnmente se ha hecho la humanidad desde el origen de los tiempos debe ser: ¿Qué son esos puntos luminosos que se ven en el cielo? A lo largo de los siglos, la atenta observación de esos puntos y su movimiento continuo mientras viajan por el cielo cada noche, ha dado lugar a numerosas teorías acerca de su origen y lo que representan para la centralidad del hombre en el universo: mientras los teólogos cristianos, guiados por la revelación divina y la herencia de los clásicos griegos, creían que el hombre (y por lo tanto la tierra) conformaban el centro del universo, el genio del hombre y el poder de la ciencia demostró no sólo que no todos los astros giran alrededor de nuestro planeta sino que la tierra no es más que un objeto más de entre los miles de millones que pueblan el universo.

La teoría geocéntrica (o antropocéntrica) que ubicaba a la tierra en el centro del universo data de los griegos pre-socráticos. En el siglo V a.c. se creía que el Sol, la Luna y las estrellas eran agujeros hechos en esferas gigantes que giraban alrededor de la tierra. Esos agujeros permitían ver el fuego que había detrás de esas esferas. Al mismo tiempo, los pitagóricos mostraron que la tierra era esférica, aunque no era el centro del universo. Platón y Aristóteles unificaron ambas teorías. Según platón, la tierra era un globo alrededor del cual giran la luna, el sol y los planetas. Éstos no eran agujeros a través de los cuales se veía el fuego sino que también eran esferas (algunas de fuego) que giran a nuestro alrededor en círculos celestiales. El círculo más cercano era el de la Luna, seguido por el del Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno y, al final, las demás estrellas. Aristóteles también postuló una tierra en el centro, con todos los astros pegados a una de 56 mega-esferas concéntricas de cristal que giran empujadas por la fuerza de los dioses. El modelo aristotélico fue perfeccionado por Claudio Ptolomeo en el siglo II d.c. El matemático greco-egipcio intentó dar explicación al fenómeno de que la luz que generaban los planetas cambiaba de manera cíclica (unos días dan más luz y otros días menos). La explicación era que lo que estaba pegado a las mega-esferas de cristal no eran los planetas sino otras esferas de cristal menores que también giraban: los planetas estaban enganchados a esas segundas esferas que, al girar, daban más luz o menos luz dependiendo de la distancia a la que se encontraban en cada momento. El sistema ptolomeico fue aceptado por el cristianismo y estuvo en vigor hasta el siglo XVI, cuando fue reemplazado por la concepción heliocéntrica del universo (aunque el cristianismo substituyó a los dioses que movían las mega-esferas concéntricas por ángeles; aparentemente, el dios cristiano no estaba para pasarse el día girando esferas por lo que subcontrató esa tediosa labor a diferentes tipos de arcángeles).

La teoría heliocéntrica fue postulada por Aristarco de Samos en el Siglo III a.c. Aristarco intentó medir la distancia entre la Tierra y el Sol y el tamaño relativo de ambos y llegó a la conclusión de que el Sol era mucho más grande que la Tierra: por lo tanto, éste debía ser el centro del universo. Su teoría quedó sepultada por el peso intelectual de los gigantes Platón, Aristóteles y Ptolomeo, y estuvo muerta hasta el siglo XVI, cuando Nicolás Copérnico publicó “De Revolutionibus Orbium Coelestium”. El libro de Copérnico marcó un cambio copernicano (hehehe) en la concepción del universo. Basándose en la observación y el cálculo matemático (muchos marcan el inicio de la revolución científica con él), Copérnico llegó a las siguientes revolucionarias conclusiones: La primera es que el universo es esférico. La segunda es que no existe un centro único alrededor del cual giran todas las esferas celestes. La tercera es que los planetas y las estrellas mantienen movimientos circulares de cuatro tipos: (1) el movimiento diario aparente del sol y las estrellas alrededor de la tierra no se debe al movimiento del éstas sino que está causado por la tierra rotando sobre su propio eje, (2) el movimiento anual está causado por la traslación de la tierra alrededor del sol, (3) el movimiento mensual de la luna se produce porque ésta gira alrededor de la tierra y (4) los movimientos retrógrados de los planetas no se debe al movimiento de éstas sino al de la propia tierra (estos movimientos extraños eran necesarios para explicar el fenómeno conocido de que los equinoccios no ocurren a una distancia exacta entre los solsticios -cuya explicación era, en realidad, que se movían en elipses y no en círculos, como creía Copérnico, fenómeno que fue descubierto por Kepler unos años después). La cuarta observación de Copérnico era que la distancia entre la Tierra y el Sol es pequeña comparada con la distancia entre el Sol y el resto de las estrellas: el universo era, pues, mucho más grande de lo que se imaginaba. Y quinta observación: el orden “correcto” de los planetas que giran alrededor del sol no es el que propusieron Aristóteles y Ptolomeo, sino el que conocemos hoy (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno -Urano, Neptuno y Plutón no fueron descubiertos hasta más tarde). Al poner al cielo en el centro del universo, el modelo celestial de Copérnico contradecía la ideología católica medieval, pero al seguir sosteniendo, como Aristóteles y Ptolomeo, que las órbitas de los planetas eran circulares, mantenía viva la teoría de las mega-esferas de cristal.

No fue hasta 1609, cuando Johannes Kepler publicó su obra “Astronomía Nova”, que se supo que las orbitas planetarias no eran circulares sino elípticas. En 1600, Kepler aceptó un trabajo como ayudante del astrónomo imperial Tycho Brahe. Brahe nunca confió en Kepler y nunca le enseñó todos los datos sobre movimientos planetarios que había acumulado a lo largo de la vida. A la muerte de Brahe en 1602, Kepler tuvo acceso a los datos y las observaciones de Marte no dejaban lugar a dudas: la órbita de Marte no era circular como habían sospechado los griegos o Copérnico sino elíptica. El estudio de los demás planetas del sistema solar arrojaba la misma conclusión: movimientos elípticos. Eso echaba por tierra la teoría de las mega-esferas de cristal de Aristótels, Ptolomeo y Copérnico.

El golpe mortal a la teoría de los círculos concéntricos fue dado por Galileo Galilei. Aunque generalmente se le otorga la invención del telescopio, Galileo no fue el inventor. Hacía tiempo que el telescopio existía y era utilizado en el arte de la guerra para descubrir a distancia los movimientos del enemigo. Eso sí, los inventos de Galileo ayudaron a mejorar el aparato, pero su gran idea no fue mejorar el telescopio sino ¡apuntarlo hacia el cielo! Eso le permitió hacer un descubrimiento clave: ¡alrededor de Júpiter giran cuatro “estrellas” (satélites), a los que bautizó como Calixto, Europa, Ganímedes y Ió! Ese descubrimiento puso fin a la teoría de que todos los planetas giran alrededor del sol o de la tierra: los cuerpos celestiales giran unos alrededor de los otros y las mega-esferas de cristal movidas por ángeles no existen. Pero, si los cuerpos celestes no están pegados a mega-esferas de cristal y si no hay ángeles moviéndolas, ¿cómo se aguantan y quién las mueve?

Aquí es donde aparece el genio de los genios, Sir Isaac Newton, y la publicación de uno de los tres libros más importantes de la historia, el “Principia”, que contiene la ley de la gravitación universal: “Todo objeto con masa ejerce una atracción gravitatoria sobre cualquier otro objeto con masa, independientemente de la distancia que los separe. Cuanta más masa posean y cuanto menor sea la distancia que los separe, mayor será la fuerza de atracción”. La deducción del genio al que le cayó la legendaria manzana en la cabeza (atraída hacia el suelo por la fuerza de la gravedad) era que lo que mantenía juntos a los planetas no eran esferas de cristal y lo que explica sus movimientos no eran unos ángeles que las hacen girar: era una fuerza de la naturaleza llamada gravitación.

Newton dijo aquello de que él había podido ver más allá que los demás porqué estaba subido en el hombro de los gigantes (“I could se further than others because I was standing on the shoulder of giants”). Por eso he intentado poner la contribución de Newton en un contexto histórico en el que aparecen todos los gigantes intelectuales desde cuyos hombros le dio una bofetada a Dios. Pero el hecho de que su grandeza descanse sobre los hombros de Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo y los matemáticos de toda la historia no quita relevancia al toque de genio del inglés que encuentra la respuesta final a la milenaria pregunta de los puntitos luminosos en el cielo. El momento culminante de la revolución científica. La muerte de los ángeles. La domesticación de los cielos.

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